El sueño es un acto psíquico. Y los elementos para formar un sueño son, un resto diurno -socio empresario- y un deseo inconsciente -socio capitalista-.
La fuerza impulsora de los sueños es un deseo por cumplir. Entonces, a pesar de que sea irreconocible como deseo, el sueño no es otra cosa que un cumplimiento de deseo.
No hay en los sueños nada de arbitrario. Sería como pretender, por ejemplo, que se nos ocurra pensar en un número al azar: no es posible; porque el número que se nos ocurra, está comandado de manera unívoca y necesaria por pensamientos que hay en nosotros -aunque estén alejados de nuestro designio en ese momento-. No hay azar, sino determinismo psíquico.
Entonces, en los sueños se expresan los deseos inconscientes, pero de manera desfigurada; porque si un deseo inconsciente emergiera sin desfiguración alguna, lo más probable es que la persona se despierte (la desfiguración onírica es aquello que hace aparecer como ajeno e incomprensible el sueño)
Nuestro recuerdo de los sueños no es sólo lagunoso, sino que el recuerdo de nuestros sueños es un reflejo infiel y falseado: desfiguramos el sueño en el intento de reproducirlo. El olvido de los sueños está teñido por la resistencia. Y es por eso que los rasgos más ínfimos de los sueños son indispensables para su interpretación. Es acá donde aparece el obrero de los sueños, que se llama “elaboración secundaria”: al relatar un sueño la misma persona le da una coherencia que el sueño como tal no tenía. Cuando la persona relata su sueño, le agrega una deformación más mediante la coherencia de la palabra para darle un sentido ordenado. Es por eso que lo más importante de la interpretación de los sueños es el relato de los mismos. Porque el valor del sueño está en el relato de la persona que lo soñó (no se trata de investigar un supuesto sentido del sueño)
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